Te vas haciendo ideas de cómo va a ir, de cómo va a ser…vas adivinando cómo es cada profesor. Si “es uno que va de coleguita pero luego es un cabrón”, si es un cabrón a secas, si pasa de todo y ni si quiera pide ficha (con lo que puedes imaginar que le importa menos que nada si vas a su clase o no, si apruebas o no y mucho menos si te interesa su asignatura)
Que empieza la rutina, los madrugones, el quedarse dormida, la mala cara, el color blanco nuclear de piel, el frío polar al despertar. Se cortan los labios, salen calenturones, come deprisa algo muy cochino, toma café, ten algún momento de motivación durante el día y vuelve a casa en vespa, cantando a grito pelado y pensando en el día de mañana, ríete con o de algún compañero, métete en cama, pon la tele y tápate con el edredón que hace ruido bien metido por los bordes (con lo que es imposible que un pie traicionero salga a dar una vuelta por la noche) duérmete más tarde de lo que deberías y repite la operación…
…hasta que llegue una mañana en que te extrañe no despertar al ritmo de “hoy no me puedo levantar”, y lo hagas al de “It’s a beautiful morning” porque resultará que es viernes, que te esperan tres clases que te encantan y lo que es más importante, empieza el fin de semana. Ese que debería durar 5 días para cumplir todos tus planes y que al final suele reducirse a salir y vegetar.
Pero esa es ya otra historia.
Los abanderados de América latina (chicharreros ellos), cocinan sano, compran pan de cereales barato, se meten conmigo y se creen los más guays del lugar…pero se van llevando.