ATLÁNTICAS

 “Papá es que somos atlánticas”

Eso le dice Anita a su padre, madrileño de nacimiento afincado en el Val Miñor, cada vez que se mete en el agua como si nada cuando a él le parece que está helada.

La madre de la criatura me lo comentó entre risas cuando hablábamos acerca de lo mucho que necesitábamos un baño en el mar. En este océano Atlántico en el que te da un mini paro cardíaco al entrar pero no pasa nada porque “Es muy bueno para la circulación”.

El Atlántico tiene un algo magnético que te atrapa. Los días en que está turquesa, como un plato y lo contemplas desde el chiringuito mientras tomas una Estrella, crees estar en paz con el mundo y ya no le pides nada más a la vida. Pero ese mismo océano es el que nos devuelve a una realidad turbulenta en los días en que cielo y mar reflejan una paleta de grises que va desde el acero al perla pasando por el gris azulado, el grafito y el metalizado.

El gris es uno de nuestros colores más representativos. Pero no el único. El Atlántico es también millones de azules, de verdes e incluso algunos cientos de amarillos. O así me lo imagino yo al menos.

Tener cerca este océano nos da un clima que nos hace más fuertes. En el invierno de 2013 padecimos las miserias que alguien de ahí arriba decidió enviarnos sin tregua. Ciclogénesis explosiva fue el marketing que le dieron al asunto. “Si sobrevivimos a esto y seguimos siendo felices, seremos mejores personas” decía yo para consolarme.

Pero es que somos seres acuáticos nos guste o no. El agua siempre está presente. A riesgo de parecerme a Forrest Gump describiéndola en Vietnam, diré que en aquí tenemos lluvia de todo tipo y condición. Cada una con su propia denominación. También hay agua en forma de océano abrumador que salpica nuestras costas y se adentra en la tierra formando paisajes incomparables, amplios y escarpados, de lucha continua y sosegados. Por tener, tenemos hasta agua evaporada que se convierte en niebla y da ese aire místico a un universo donde habitan meigas, diaños, y hasta una Santa Compaña.

El Atlántico, el océano, el clima y el paisano, es impredecible, variante, reservado, algo caprichoso y, sobre todo, bonito. Esa belleza distinta con un punto melancólico como el que tiene la luz del mes de septiembre.

Pero no se vayan a creer, somos positivos aunque nos atribuyan un aire taciturno. A ver si no de qué somos gente capaz de festejar y homenajear nuestra gastronomía tantas veces y en tantos lugares así llueva o truene.

Los atlánticos lo primero que hacemos al levantarnos es ver por la ventana para ver cómo ha amanecido el día. Si está encapotado, no te preocupes porque “Esto abre”. Y casi siempre levanta. Pero si al final no lo hace, a la playa con bocata vas igual. Porque en la bolsa atlántica, además de la crema y la toalla, siempre va a haber una sudadera. Esa que te pones cuando cae el Sol. Cosa que aquí ocurre bastante tarde.

Somos los que salimos siempre con algo de abrigo porque sabemos que luego refresca. Da igual que estemos en plena ola de calor “Por si acaso”. Pero también somos los que reconocemos al momento a los de fuera porque se ponen al lado de la orilla. Que no, señores, que en el Atlántico la marea es cambiante y te hace dudar. Tanto como nosotros cuando no se sabe bien si subimos o bajamos.

Somos atlánticos porque somos de mar. De recoger conchas. De playas de arena blanca. De pulpo, calamares, pimientos de Padrón y nécoras. De días con nieblas y noches de licor café. De viento Norte que deja el cielo azul y una brisa fresca que te ayuda a despertar.

Decimos “carallo” y aunque mucha gente crea que sólo somos riquiños e indecisos, lo cierto es que aprendemos a tomar decisiones pronto. Cuando de pequeño ves la ola que se te viene encima y debes determinar rápidamente si vas a saltarla o pasarla por debajo. Ese tipo de decisiones que sigues tomando de adulto y que acaban más de una vez con un revolcón en la orilla, comiendo arena y el bikini del revés.

Somos atlánticos porque a nosotros no nos define el Sol. Nos define el mar.

Yo entiendo que cada uno cree que lo suyo es lo mejor. Que los veranos azules con bicis y helados no son exclusivos del Atlántico, aunque sí que lo es el hecho de ir a pescar “candrejos” a las rocas con “ganapán” y convertirte en el héroe cuando aprendes a cogerlos por detrás para evitar las tenazas.

El Atlántico suena a mar rompiendo, a gaitas sonando y a gaviotas graznando. Y también a un aturuxo que lanza una meiga.

Por aquí encontrarás siempre pelos encrespados y la naturaleza imponiéndose allí donde parecía imposible. Hierba que crece en las juntas de las baldosas, brotes verdes en los postes de la luz y calas floreciendo a los lados de la carretera. Esto último le impresionaba mucho a mi bisabuela de raíces aragonesas.

Vivimos al lado de un océano que tan pronto genera vida como la quita. Y es que, como dice el Señor de Gafas Oscuras, “Al mar hay que respetarlo siempre” 

Escribí esto a pocas horas de comenzar unas vacaciones atlánticas. Consciente de que hay lugares con climas mejores y con parajes también incomparables. Lugares en los que seguramente no tendrás que llevar chaqueta por las noches y donde el único agua que cae es la que genera tu propio cuerpo debido al calor. Aquí, he encontrado playas abarrotadas y otras que parecen el paraíso en la tierra. Hubo días de nieblas que no levantan (muchos menos que de costumbre) y que nos dejaron con el ánimo bajo pero que hacen hueco a planes alternativos, aperitivos infinitos, tardes de cartas y de dormir en el sofá. Hubo otros de calor casi insoportable en los que tuvimos que estar a remojo. Hubo noches de sudadera y mañanas de resaca playera. Hubo familia, hubo comida (casi infinita), hubo descanso y hubo, sobre todo océano.

Decido pasar mis vacaciones en el lugar que me vio crecer. Pero es que aquí nací y el Atlántico me define y forma parte de mí.

Porque yo, como Anita, soy atlántica.

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