Me tumbé en el sofá sabiendo que era un engaño.
Unos minutos de negación antes de la horrible perspectiva de volver a trabajar. No me entiendan mal, por lo general la idea de que sólo queden unas horas de trabajo tras una comida gratuita en casa de padres, no se me antoja mala. Me quejo un poco, sí. Suelto un par de gemidos, algún que otro “qué dura es la vida” ante lo que el Señor de Gafas oscuras replica que “vivo como Dios” y vuelvo a convencerme de que “yo nací para estar siempre de vacaciones..que no me aburriría nunca”
Pero hoy moría de sueño por segundo día consecutivo y los huesos, los músculos, las sienes, las bolsas de debajo de los ojos y, sobre todo, los párpados que sólo querían cerrarse ganaron a mi voluntad.
Me desplomé un rato con un cojín bajo la cabeza y la acerqué al regazo de mi madre. Entonces ella, como tantísimas otras veces, puso su mano sobre mi espalda. Y entonces comprendí.
Eso es justo lo que se necesita. Una mano comprensiva que te diga “venga, tranquila, todo va a ir bien, tú puedes” Y ya, ya sé que las manos no hablan. Pero todas y cada una de esas frases manidas se colaron en mi cabeza y relajaron mi respiración durante lo que pareció una eternidad pero que en realidad fueron 7 minutos. 7 minutos de gloria. Y todo por una mano.
Pues de vez en cuando habrá que pedir que te echen una de esas manos. Habrá que levantarla para preguntar, para pedir calma y para pedir ayuda. Habrá que darle en la espalda a alguien con ella. A veces unos golpecitos y otras un empujón. Habrá que chocarla con otras y coger la de alguien con fuerza en medio de la noche. Habrá que ponerla en la cabeza de esos seres bajitos y revolverles el pelo. Habrá que cerrarla en puño y elevarla a voz en grito. Habrá que mojárselas. Habrá que pintarse las uñas para evitar mordérselas en momentos de tensión. Habrá que abrirlas para recibir un abrazo. Para cerrarlas en un sonoro aplauso cuando se merece. Ellas son las que te sujetan la cabeza cuando ya no puedes más. Cubren tus ojos ante el miedo. Enjuagan tus lágrimas cuando te ruedan por la cara contra tu voluntad. En esos momentos, tal vez lo que necesites es que una mano ajena se pose en tu espalda y te diga “venga, tranquila, todo va a ir bien, tú puedes” Y entonces volver a respirar.