VIVIR DOS VECES

Estar lejos de casa es un dolor. Por eso intentas venir para no olvidarte de las cosas buenas que tienes a 600 km de distancia. Así que vuelves a Vigo que se vistió de azul con un Sol que decidió acompañarte hasta la playa. Esa que soñabas cada día alcanzar como dice la canción. Y como te dejaste el móvil en casa, la desconexión es total y literal. Intentas dormir y encajar el puzzle que es la noche anterior. Desistes. Atiendes a la conversación de "candrejoz y caztillos" que tienen al lado. Y te preguntas si tú de pequeña eras tan peliculera como la niña del traje de baño rosa o tan pringui como la del amarillo. Bendices tu mala memoria porque te hizo olvidar todo lo malos que pueden llegar a ser los niños. Tocas la arena, mojas los pies (más no se pudo), das un paseo por la orilla y te vuelves en moto por esa carretera con el mar acompañándote a la izquierda y las Cíes al fondo. Un viaje que es una de esas pequeñas cosas que hacen que la vida valga la pena.

Te tumbas en la cama de padres donde te dejan estar cuando no se convierte en parque de atracciones para Martina y Roque y entre visita y visita del señor de gafas oscuras para decirte que "Vives como Dios", o de la señora que calceta para ofrecerte cosas ricas de comer y decirte que "No te voy a vivir toda la vida", ves esa foto tan mítica de la comunión de Manu. Debió ser una de las primeras de los cinco juntos.

En cada familia hay alguien que se encarga de retratarla a lo largo de los años. Yo no recuerdo a mi tío Ángel sin un un objetivo delante de las gafas. Siempre listo para captar momentos que luego plagarían paredes y estanterías en casa de la abuela. Supongo que de él aprendí a estar atenta para que no se te escape ese beso de un hijo a un padre o esa conversación tan animada entre primos.

Ahora que tenemos tantísimas fotos en el móvil puedo revivir esos momentos cuando estoy lejos, así que soy la encargada de decirles que se queden quietos, que voy a congelar el tiempo.

Y es que eso es exactamente lo que me gustaría hacer. Quedarnos en esas comidas de sábado en las que hay que hacer turnos para vigilar a las dos ratas que a finales de año serán cuatro.

Mi familia crece y yo trato de documentarlo. Para que dentro de unos años alguien vea cómo éramos ahora. Cuando dejamos de ser cinco porque los niños empezaron a multiplicarse, los abuelos empezaron a chochear y cuando nos hicimos tan mayores que hasta la pequeña pudo invitarles a comer.

Para que a ese alguien le salga la misma sonrisa que a mí al ver esta foto de cuando el señor de gafas oscuras no lucía ni una cana y ninguno teníamos la menor idea de cómo serían los siguientes 30 años.

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Habrá que seguir haciendo fotos, pues. Para vivir lo bueno dos veces.

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VOLVER CON LA FRENTE MARCHITA Y EL ALMA TAMBIEN...

Pero primero fui. En autobús. Y no un autobús cualquiera, en el auténtico Autobús de la Muerte. Y paré a las tres de la mañana en la mítica, decadente y sucia estación de servicio Los Perales. Con frío. Con lluvia. Después de haber rezado sentada en mi plaza que no fuese ese gigantón que caminaba de lado y con dificultad por el pasillo el que se sentara a mi lado, ni esta señora con pinta de querer dar conversación...en realidad recé por que nadie viniese y pudiese tumbarme a mis «anchas»...pero no fue así. Un chico normal se sentó y no me reclamó que el asiento de la ventana era en realidad el suyo (En mi defensa diré que la numeración era confusa)


Y llegé a una no menos decadente estación de autobuses viguesa a las 5 y media de una noche de Halloween en la que los whatsapps de mis amigas se fueron alejando en el tiempo y en la comprensión. Tentada de quedarme en el Mondo, me fui derechita para casa. Extrañada por no encontrar nada que rascar en la nevera (luego me enteraría que el motivo fue que la señora que calceta no me esperaba esa madrugada sino la siguiente) me conformé con un poco de pan y a la cama. A esa cama-de-casa-de-padres donde tan bien se duerme con sábanas planchadas y muelles que no se clavan.
Y dormí mucho.

Dormir es un placer. Dormir sabiendo que al despertarte no vas a tener que limpiar la casa, poner lavadoras o pensar qué hacerte de comida (no llevando a cabo la mayoría de las veces ninguna de las dos primeras cosas y mal haciendo la tercera) es un placer al cuadrado.

Porque en casa se está más que bien. Esto lo he dicho muchas veces. Pero es que además resulta que era el cumpleaños de la señora que calceta y después de varias llamadas en código enmarcadas dentro de la operación «Compra el regalo» o, como le llamamos en casa, «Quién pone la pasta», nos llevó de cena de lujo en restaurante donde, para variar, hablamos más alto que el resto de mesas. Pues muchas felicidades para ella, creo sinceramente que descumple años como nadie.

Y si pasamos por delante del Karaoke hay algo dentro de Santi que le lleva a decir «I don't want to miss a thing» y Manu se da por aludido y baja las escaleras cual estrella en el backstage, sabiendo que va a tener al público entregado. El público en este caso era escaso pero de calidad a la altura de la actuacion tantas veces vista y que nunca decepciona. Cuando me tocó subir aquí a la tercera en discordia, me encontré con un jurado con taburetes giratorios y un Santi Bisbalizado haciendo los mismos aspavientos del propio hermano que tengo. Al parecer todos me querían en su equipo.
Una cuñada que se despide con un IMPOSIBLE de seguir «Don't stop me now» y yo creo que es lo más apropiado porque «I’m having a good time» Y tanto.

Tienes unas amigas que te esperan entre paraguas, porque en esta ciudad llueve. Pero lo hace con encanto (mentira). Lo hace de una forma que no nos impide hacer vida diaria...o nocturna. Recuerdo mis 16 y salir por la puerta hacia una tempestad mientras mi padre me tachaba de loca. Concretamente me soltaba su clásico «por menos hay gente encerrada»...pero era sábado. Era "el sábado". Ese día que en la adolescencia suponía ver cómo las ilusiones de toda una semana se quedaban en eso...o se rompían en pedazos...o, simplemente ¡pasaba!...y todo era como habías esperado...o tal vez no pero tú ibas perfecta para la ocasión. Aunque lo difícil sería lo contrario después de haber estado pensando el modelito desde el lunes y haberlo cambiado 5 veces esa misma noche antes de volver a la idea original. Ah! pero que ahora no haces lo mismo? A quién quieres engañar?

Pues al tiempo...y a la distancia. Si los engaño a lo mejor resulta que en lugar de 600 son 60 los kilómetros que me separan de Vigo, de mi casa y de mis amigos. De una vida de fin de semana.

Aunque si me apuras, tengo por delante una semana de cuatro días y un pedazo de esa vida se viene a la capital para un fin de semana de pijamas, turnos para duchas, overbooking en el salón y resacas comunitarias...las mejores de su clase. Así que aunque vuelvas con el alma marchita algo sí que vas a engañar a la morriña...