"Aquel invierno de 2014 que no paró de llover, os acordáis?"
Y claro que me acuerdo. Las prisas, ponerse el abrigo por el pasillo, el paraguas, la fiambrera en la puerta, los cascos rojos y a la calle. Al paseo matinal previo a entrar en un coche y luego en un sitio cuyas escaleras están muy gastadas en los primeros escalones y muy poco en los últimos. Será que los trabajadores vamos pisando con menos fuerza a medida que nos aproximamos al aparato que pita dos veces cuando la huella es correcta y que en mi caso falla siempre varias veces.
Tendrás mi identidad pero jamás sabrás quién soy.
Pero antes me encuentro con los rostros de todos los días. Los de esa rutina que a base de conocida, se convierte en placer. Rutina, rituales, reconocer y reconfortar. Para que no nos mate tan rápido.
Me cruzo primero con la niña, bueno, chica, bueno, jovencita pelirroja que espera en su portal con el móvil y los cascos. Como yo. A mi derecha dejo el árbol donde siempre hay un ramo de flores porque algo trágico sucedió hace muchos años. Y ahí está ese ramo que atan los que se quedaron. Para recordar. Para recordármelo todos los días.
A continuación llega el chaval con cara desconcertante que está en esa época en la que sus facciones de semihombre no se corresponden con su cuerpo de niño. Sus cejas pobladas darán que hablar seguramente pero acompañadas del acné y de la prominente nariz, nos da un resultado picassiano en tiempos en que las niñas suspiran por el David de Miguel Ángel. Con él mido cuán tarde llego. A veces solo y a paso ligero, otras con un amigo, riendo o, como hoy, dándole la lección mientras sujeta el libro. Esa estampa me la conozco.
Paso por la baldosa que me recuerda la dejadez humana y llego al cruce. Como es largo, dura poco y el muñeco verde tarda en volver, siempre se ve a gente corriendo para no quedarse en el medio del los dos pasos de cebra, con la marea de coches a un lado y al otro y tú condenado a esperar en esa isla desierta, viendo el objetivo cerca sin poder alcanzarlo.
Cruzo y me coloco al borde de la acera, en posición. En posición de esperar a Guillermo y a su conducción nerviosa porque, como de costumbre, llega tarde. Es uno de los mejores momentos de día porque lo hago con una Banda Sonora que, aunque aleatoria, siempre aplico a alguna situación vivida o, en la mayoría de los casos, inventada.
Llega el padre con cara de boxeador e incipientes entradas con su niña pequeña en el carrito y su niña mayor con la coleta perfectamente peinada y un lazo enorme perfectamente puesto. Quién le iba a decir a él que acabaría rodeado de rosa hace unos años.
Un paraguas que va por alto me da una sin querer. Los tetris con estos aparatos son complicados. No hay señales de "Dejen salir antes de entrar" como en el metro. Debería ser algo como "Si va por la derecha suba el paraguas y si va por la izquierda agachese", como los aviones. Pero no ocurre y las colisiones son constantes.
Un padre espera en el paso de cebra y limpia la cara a su hijo con un gesto cariñoso mientras lo protege con su paraguas. Le habla y le da un beso pero el chaval, como todos cuando fuimos niños, no le presta atención. Tiene la mirada perdida, supongo que pensando en lo que le va a contar a su compañero de pupitre, o en cómo evitar que el matón de clase se meta con él, vaya usted a saber. El mundo de los niños puede llegar a ser mucho más hostil que el de los adultos. Entonces se gira hacia mí y le observo. Tiene una ligerísima malformación. Mi perspectiva de ese beso, de esa mirada y de esa situación tan común entre padres e hijos cambia. No tendría por qué, pero es así. Observo cómo cruzan al ritmo de la cojera del chaval. "Suerte", le digo para mis adentros. Ojalá no la necesite. Y sé que su padre va a estar ahí.
Entonces llegan mis personas preferidas de la mañana. El abuelo que lleva a su nieto enano al cole y a su nieta aún más enana en la silla. Me imagino a esos padres dejando a los niños empaquetados y a ese patriarca encargado de tan magna misión. Y es que el enano en cuestión tiene las piernas muy cortas y anda de milagro. Cuando no llueve, la niña va con medio cuerpo fuera de la silla observando cómo su hermano se queda rezagado en medio del cruce y a su abuelo le da un microinfarto. Insiste en que se agarre a la barra de la silla o le de la mano. Una de dos. Coge la barra, porque él no necesita a nadie, y sigue adelante. Con sus pasos pequeños de persona pequeña. Pero a su lado va alguien grande. Bravo abuelo. No se acordarán de esto. Pero tú sí.
Si levanto la vista me topo con las grúas típicas del skyline vigués y si vuelvo a la acera veo niños con pantalones cortos aunque caigan chuzos de punta, algún cadáver de paraguas en la basura, un chaval con esguince, muletas y chancla a 4 grados, padres trajeados cargando mochilas diminutas de Cars o de Hello Kitty (encantando a las niñas desde los 80, vaya éxito oiga!), hermanos mayores hartos de que el pequeño vaya 10 pasos por detrás siempre distraído, paraguas enanos a la altura de mi cadera que van a su bola "a mí no me toques que voy la mar de bien aquí en mi mundo bajito" y otro coche que se para delante de mí entorpeciendo el tráfico matinal. Una madre rubia oxigenada baja apresurada y deja a un niño de unos 7 años en el asiento de atrás. Recuerdo cuando era yo la que esperaba por mi madre. La banda sonora de entonces era la radio y el "tic, tic" de los intermintentes.
Llega el coche blanco que casi me atropella cada mañana. Con sus pegatinas, su línea amarilla y su bigotudo conductor cuya maniobra me hace retroceder hacia las mesas con cenicero-concha de vieira de la cafetería Vence. Como si fuese una orden. Cada mañana, Vence. Veo al señor que espera en la barra como Penélope en la estación. Supongo que a que pase algo.
Lo que pasa es que llega Guillermo. Se acaba el ritual. Empieza uno mucho menos entretenido.
Ha estado bien, nos vemos mañana.